domingo, 30 de mayo de 2010

Mi puerta abierta/Io sono l'amore

Se han muerto Visconti, Antonioni, Pasolini…la melancolía me asaltó anoche después de ver Io sono l’amore. Su director, Luca Guadagnino, les rinde homenaje a sus musas y también a eso que ha destruido la industria cinematográfica: la épica visual, el arrojo y la audacia en las formas de utilizar la cámara, la fotografía y su inspiración en la pintura; la música, protagonista en registro operístico de cada escena, compuesta por uno de los exponentes actuales más sugerentes y prometedores, John Adams. Guadagnani rescata al cine de autor del precipicio para colocarse dentro del canon, no rompe la tradición de sus predecesores, se une a ellos tomando distancia y nos dice que todavía podemos ir a ver obras maestras al cine.

Io sono l’amore es una tragedia maniatada en su textura ideológica por el patriarcado, que intenta afianzarse ante su previsible y sangriento desmoronamiento y el capitalismo antropófago que invita al desasosiego existencial. En el Olimpo de la tragedia posthumanista, una familia de la burguesía industrial milanesa, cuyo personaje central, Emma, interpretado por Tilda Swinton, nos envuelve en sus sentidos, su angustia, su sensualidad, el descubrimiento de la subjetividad y del auténtico amor. Ninguna otra actriz podría haber ejecutado ese papel, ella lo sabe, tal vez por eso produjo la película, se refiere a su Emma como “un ser capaz de enfrentarse a los absolutos: la vida, la muerte, la pasión, y no ceder; es una radical pura”.

Tanto Guadagnani como Swinton reinventan a la Emma Bovary de Flaubert. Esta vez Emma romperá con el designio de la autoanulación y la imposibilidad de ser individua. Emma es una extranjera, todas las mujeres lo somos en la subordinación femenina, sólo conserva del pasado su lengua materna, el ruso y una receta de cocina que dejarán el descubierto la transfiguración del incesto. Ha sido comprada por un hombre rico, como muchas mujeres, prostitutas o esposas que siguen siendo compradas en el siglo XXI por hombres de todas las clases sociales. Tancredi, su marido y heredero de la dinastía de los Recchi cree haberla encumbrado en la alta sociedad, se trata de un objeto precioso tallado con sus propias manos pero Emma se convertirá en una alquimista de sí misma y se liberará a costa de aceptar la tragedia provocada por la interferencia de su deseo. Es evidente la nostalgia freudiana de Guadagnani en la elaboración del guión, el nudo de las relaciones filiales gira en torno a hijos varones que compiten para superar al padre y una mujer, Emma, que establece como madre lazos tan fuertes con su hijo Edoardo y su hija Elisabetta, que para superar el deseo por su madre, Elisabetta resuelve su conflicto huyendo de la casa materna y refugiándose en los brazos de otra mujer, mientras que Edoardo, arrinconado por la pasión por su amigo, Antonio, decide comprarlo, como su padre compró a su madre y se convierte en el socio capitalista de un restaurante que su amigo cocinero regenteará y que servirá de nexo para consumar la pasión por la madre de Edoardo, Emma. Emma logrará sellar el vínculo inseparable con su hijo mediante el amor hacia Antonio, los tres formarán un triángulo, unido por una receta de cocina y por la interferencia de deseos desplazados.

Las dos mujeres más importantes de la historia subvierten la asignación establecida para ellas, se rebelan a sus estereotipos de género, rompen con la subordinación. Emma y Elisabetta, madre e hija serán cómplices de la ruptura con el patriarcado. Se entenderán en ese código desconocido por el resto de personajes, la opresión femenina compartida fortalecerá el vínculo, lo hará indestructible pese a que sobreviene la tragedia que desenmascara las emociones ocultas de una madre y la lealtad incondicional de una hija.

La melancolía que me sobrevino con la película también está asociada a un recuerdo. Hace veinte años en un ciclo de Luchino Visconti vi Vaghe stelle dell’Orsa, filme que me conmovió hasta sentir cierto estremecimiento. Algo de ese estremecimiento apareció anoche. Las dos películas son orgánicas, las sientes con el cuerpo. Una de las cosas que consigue Io sono l’amore es que puedas compenetrarte con la pasión de los personajes, hueles, besas, acaricias, cocinas, saboreas, contemplas, desfalleces junto a ellos. Guadagnani se consagra como un maestro en desnudar emociones, muestra el dolor, la felicidad, la desesperación con un hiperrealismo que acaban por sacudir tus propias emociones. Quizá resulta exagerada esta confesión, lo mismo sentí cuando vi aquella película de Visconti, que no figura entre sus obras cumbres pero que es esencial para entender cómo el deseo nos arrastra a situaciones incontrolables, el deseo es una reminiscencia de algo inapresable, indescifrable, teñido de verdad, confusión, irracionalidad. Tiene razón Wajdi Mouawad cuando dice que en nosotros habita un inquilino del que no sabemos nada.

No perdáis la oportunidad de ver esta película. Comparto la música que utilizó Visconti en Vaghe stelle dell’Orsa, el Preludio de César Franck.
Graciela Atencio

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